lunes, 4 de abril de 2011

Los hermanos.

Desde que Mónica se fue ya no es lo mismo. Desde el día en que Mónica se marchó se nota la tristeza en el aire, se respira, se palpa, se siente. Ya no es igual, porque cuando Mónica estaba todo era alegría, una alegría que embriagaba, que hacía gritar y llorar a la vez. Pero esa alegría ya es algo utópico, algo que no se volverá a sentir nunca más. Nunca, nunca jamás.
Un maldito cáncer se la llevó, la consumió lenta y eficazmente.
Ahora quedaban solo ellos, sus tres adorables muchachos, como los llamaba cariñosamente Mónica. Estos "muchachos" son ni más ni menos su viudo, Mario, y sus dos hijos: Bastián y Julio.
Mario se sentía con la obligación de resistir, de no darse por vencido. No podía dejar a sus pequeños solos. A como diera lugar debía sacarlos adelante y preocuparse por su educación.

-Extraño a mamá, sin ella en todo tan triste- decía el pequeño Julio, de sólo diez años, al borde del llanto.
-¡Ya deja de quejarte, pareces una mariquita!- le respondía Bastián, dos años mayor.
¡No me digas mariquita!- gritaba Julio enfurecido persiguiendo a su hermano, que corría por el campo muerto de la risa.

Desde que Mónica murió, ambos pasaban discutiendo. Cada día que pasaba la situación empeoraba. Bastián se burlaba constantemente de su hermano, lo molestaba hasta dejarlo llorando. Le decía mariquita, le ocupaba sus calcetines, le sacaba sus lápices de colores, y como si todo esto fuera poco, le contaba a sus amigos que su hermano se orinaba por las noches.

-¡Papá, Batián le dice a sus amigos que yo me orino!- Decía Julio amargamente.
-No le hagas caso, si sabes que no es cierto- lo aconsejaba su padre.

Y así. Pasó un año y seguían las peleas, pasó otro año más y nada cambiaba. Pero todo empeoró cuando Julio cumplió los catorce y comenzó a pololear con Sofía. Bastó que Bastián supiera lo del romance y no descansó hasta conquistarla. Había dejado a su hermano con el corazón destrozado. Y no le importaba, le daba lo mismo.

-¿Por qué te empeñas tanto en hacerme daño?- le dijo Julio a su hermano una tarde de mayo muy fría.
-¿De qué hablas? Pareces una mujer- le respondió seriamente Bastián.
-Te gusta verme triste, si mamá estuviera aquí sería distinto.
-Si mamá estuviera aquí sería distinto, claro, pero no está, ¡No está!

Bastián era cruel y no lo sabía. Creía que todos tenían que ser fuertes como él, pero no era así. Su hermano era más sensible y todo le afectaba más. Bastián amaba mucho a su madre, pero ya no estaba y prefería pensar en cualquier cosa menos en ella, porque no quería sentirse triste.
Julio era muy indulgente, le perdonaba fácilmente todo a su hermano. En el fondo lo amaba, aunque claro, había conductas de él que le molestaban bastante, como por ejemplo que eructara cuando estaban en la mesa o que dejara sus calcetines hediondos debajo de su cama.

-¡Bastián, otra vez dejaste tus calcetines fétidos debajo de mi cama!- gritaba Julio enfurecido. Su hermano, o se hacía el desentendido o sólo se reía.

Cuando Bastián cumplió la mayoría de edad y tuvo que marcharse de la casa para hacer el servicio militar, Julio sintió una enorme alegría. Al fin iba a poder vivir en paz. Ni siquiera se despidieron.
Mario no volvió a estar con otra mujer, sólo vivía para sus hijos, preocupado de que nada les faltara. Quería lo mejor para ellos.

-Hijo, me hubiese gustado que estudiaras medicina, leyes o algo parecido, pero si quieres hacer el servico militar te apoyo. Te deseo lo mejor, te quiero.
-Gracias papá, yo también te quiero- dijo Bastián, limpiándose una lágrima de su cara que había caído sin su consentimiento-, y dígale a mi hermano que...dígale que...lo quiero.
Julio estaba en su habitación leyendo a Dostoievski.

-Ya se fue tu hermano, dijo que te quiere mucho...
Sin dejar su libro de lado, Julio le dijo que Bastián era un ser egoísta, incapaz de querer a alguien que no fuera el mismo.
-Ahora me voy a encargar de disfrutar al máximo su ausencia- dijo Julio con una leve sonrisa de felicidad.

Claro, era normal que reaccionara de esa forma, porque tras la muerte de su madre, Bastián se había encargado de hacerle la vida más difícil. Ya no tenía que tolerar sus malas costumbres, y aunque había dejado de llamarle mariquita, todavía eructaba en la mesa y también continuaba con el desagradable rito de dejar una o dos veces por semana sus hediondos calcetines debajo de su cama.

-¡Ya por fin se fue!- gritó Julio con alivio.

La primera semana para él fue un deleite, se sentía como en el paraíso. Andaba a sus anchas por la casa, todo era perfecto. Se podría decir que el primer mes fue perfecto, pero un sueño cambió todo. Fue a la quinta semana de la partida de Bastián. Soñó que lo veía en un callejón muy oscuro, rodeado de tres enormes sujetos, que de un momento a otro comenzaban a golpearlo sin contemplación. Su mayor tristeza era no poder hacer nada, sólo ver al cabo de unos minutos el cuerpo sin vida de su hermano tirado en el suelo.
Despertó gritando desesperadamente; intuyó de que Bastián se encontraba en problemas y que algo debía hacer para ayudarle.
Por la tarde llamaron por teléfono dando la mala noticia. Bastián se encontraba gravemente enfermo. Una fuerte infección estomacal lo tenía entre la vida y la muerte.

-Cómo una infección estomacal puede ser tan grave- murmuró Julio.
Al día siguiente partió temprano a ver a su hermano al hospital. Cuando lo vio tan pálido y delgado tuvo que hacer un gran esfuerzo para no ponerse a llorar como un niño.
-Hermano, ¿Me puedes oír?- dijo Julio, bien despacio.
No recibió respuesta. Y continuó:
-No sé si puedes escuchar pero quiero que sepas que yo también te quiero, y mucho.

Al decir eso se sintió un poco avergonzado. Antes de la muerte de Mónica siempre se decían cuánto se querían, pero después todo cambió.
-Le pedí a Dios- continuó Julio-, que si te sanaba...Bueno, puede sonar un poco ridículo todo esto, pero le prometí a Dios que si no te morías, a mí no me iba a importar que dejes tus calcetines hediondos debajo de mi cama, o que eructes en la mesa...En fin, te aprenderé a querer más con todos tus defectos. Además debo decir que tan mal hermano no eres. Bueno, digo que, es cierto que aveces me haces sentir pésimo, pero...eres mi hermano y te quiero mucho...no te mueras, por favor.

A esas alturas Julio estaba llorando, pero en silencio. Hacía muecas de dolor y las lágrimas corrían líbremente por su cara.
-Parezco un niño llorando, y ya tengo dieciseis- dijo Julio limpiándose las lágrimas.
Pensó que si su hermano hubiese escuchado esas palabras, estaría burlándose de él, diciéndole una y otra vez mariquita.
Cuando se levantó para irse de la habitación, con mucha tristeza y frustración, algo lo hizo estremecerse por completo.

-No te vayas hermano, quédate cinco minutos más- dijo Bastián débilmente.
Julio quedó inmóvil, sin poder hablar por un momento.
-Escuché todo lo que dijiste. Eres un buen hermano, estoy orgulloso de ti. Por favor perdóname por todo el daño que te hice, lo siento mucho. Te prometo que todo va a cambiar. Me voy a recuperar, Dios me va a sanar y seré un mejor hermano para ti. No haré nada que te moleste, no hace falta repetir qué cosas te molestan. Ahora no digas nada, sólo acércate y dame un abrazo, no muy fuerte porque me siento débil.

Julio se puso de pie, abrazó a su hermano con mucho cuidado, y sonrió. Sonrió porque sabía que de ahora en adelante todo iba a ser distinto.
-Te quiero hermano- le dijo Bastián, sin preocuparse por las lágrimas que salían disparadas de sus ojos.
-Yo también te quiero, molestoso.
Ambos sonrieron.