domingo, 30 de septiembre de 2012

Mi querida vecina.

El 20 de agosto del año pasado desperté muy temprano con grandes deseos de orar. Lógicamente me salí lo más rápido que pude de mi cama, me fui a lavar la cara y los dientes y comencé a orar. Nunca olvidaré ese día, quedará para siempre marcado a fuego en mi mente. Desde ahí comencé a orar, leer la Biblia y ayunar. Semanas después reemplacé a mi hermano en la funeraria de mi tío por poco más de un mes. Por ese entonces sentí en mi corazón hablarle de Dios a una vecina ya muy anciana, que vive a unos veinte metros de mi casa.
Era sorprendente, porque cada vez que yo salía a la calle, la veía pasar, caminando lentamente, arrastrando los pies. Ahí sentía algo muy intenso en mi corazón; tenía que hablarle del Señor, pero no lo hacía. Iba día a día postergando la misión que Dios me había encomendado.
Es normal ponerse nervioso al hablarle a una mujer atractiva, y aunque mi vecina no lo es, aun así no me atrevía a hablarle, algo me impedía hacerlo. Se me vino a la mente el célebre Moody, que se propuso hablarle a una persona del evangelio cada día. Al lado de él me sentí muy poca cosa, porque sin duda en toda su vida le debe haber hablado de Jesús a miles, y yo no era capaz de hablarle a una.
Ha pasado más o menos un año y este viernes por fin pude conversar con mi vecina. Vino a comprar un gas en la tarde como a las cuatro. A esa hora estaba escribiendo en el comedor de mi casa. Mi mamá me llamó y cuando salí y vi a la señora Hilda parada en la puerta me alegré mucho. Era la gran oportunidad que tenía y por nada del mundo la iba a dejar pasar.
Le Busqué conversación de inmediato. Le dije que en mi casa duraba poco el gas porque éramos muchos, como quince. Sonrió y me respondió que ella vive sola con su nieto y que de vez en cuando viene una hija a visitarla. Yo quería saber si en ese momento estaba sola en su casa, y descubrí que sí, ya que su nieto trabaja todo el día.
Le instalé el gas y una perra- que yo creí que era perro- comenzó a ladrarme con todas sus fuerzas. Yo empecé a incomodarme, porque metía bastante ruido y no nos dejaba conversar.
Al final logré decirle que Dios la ama mucho, que existía un cielo y un infierno y que después de esta vida sí hay otra. Ella me escuchó atentamente. Yo cumplí con mi parte, ahora falta que Dios haga la suya. Confío que mi Señor la hará. Amén.